miércoles, 17 de octubre de 2012

En torno al significado de la Persona




Introducción.
 
En la actual situación de violencia que se vive en México es pertinente la pregunta sobre el significado y el valor de la Persona. Tal parece que estamos arribando a una etapa de grave deshumanización o, para decirlo con un término más concreto, de “despersonalización”, en la que imperan intereses mezquinos relacionados con los poderes político, económico e ideológico.
El problema, desde mi punto de vista, es integral. Está en la base de la formación del mexicano común, tanto como persona y como ciudadano. Por ello, resulta pertinente plantearse la cuestión acerca del significado de ser una persona, desde un punto de vista filosófico. Esto es lo que intentaré en este ensayo a través del análisis de los rasgos que comúnmente se le atribuyen a las personas, a saber: la consciencia y la libertad.
Para esto apoyaré mis argumentos en la filosofía clásica de autores como Spinoza, Marx y Kant, en quienes los temas de la libertad y la consciencia tienen especial resonancia. ¿Es la consciencia, como un mero reconocer nuestros deseos, lo que nos hace personas? ¿O existe otra forma de consciencia que nos sea más digna? ¿Somos seres libres o seres determinados? A estas y otras preguntas específicas trataré de ofrecer una respuesta adecuada, o al menos plausible.

Formas de consciencia y lenguaje.
La consciencia es una característica humana que suele mencionarse al querer distinguir a la especie humana de las especies meramente animales. Es una característica personal en tanto que es manifestada por cada uno de los individuos que presumen pertenecer a dicha especie humana. Pero, ¿en qué consiste exactamente tal consciencia?
En términos generales, la consciencia es una saber: un saber acerca de nuestro entorno, de nuestra circunstancia, pero también acerca de nosotros mismos, una apercepción. Un saber que en su mínima expresión versa sobre la mera existencia del mundo en que nos movemos, incluyéndonos a nosotros mismos, antes que un saber sobre su esencia. Por esto es que la consciencia tiene diversos grados de desarrollo que, siguiendo a Spinoza, podríamos clasificar en tres: imaginación, razón y ciencia intuitiva.
El filósofo holandés nos dice en su Ética acerca de esta consciencia como saber y autopercepción que:
El alma humana no conoce el mismo cuerpo humano ni sabe que existe sino por las ideas de las afecciones con las que el cuerpo es afectado[1].
Y:
El alma humana no se conoce a sí misma sino en cuanto que percibe las ideas de las afecciones del cuerpo[2].
Así, pues, según Spinoza la base de la consciencia está en las afecciones del cuerpo, en la experiencia que éste tiene de las cosas y que produce en el acto ciertas ideas en la mente humana. Y en esas ideas de las afecciones del cuerpo humano están implícitas tanto la naturaleza del cuerpo humano como la de los cuerpos que lo afectan, por lo que será siempre en primera instancia un conocimiento inadecuado, confuso y mutilado, tanto de uno mismo como de las cosas. Este modo primario de conocimiento es el que Spinoza denomina imaginación.
Como forma de conocimiento a través de las afecciones corporales, la imaginación es un tipo de conocimiento de índole primordialmente individual. Es el encadenamiento de las ideas de las cosas según el orden en que nos afectan en particular como individuos, planteándosenos la cuestión de si es posible que nuestra mente pueda seguir un orden distinto, ya sea el orden propio de las cosas mismas que nos muestre su ser en sí, o bien, al menos un orden propio a la naturaleza humana en sí que podemos denominar “el orden del entendimiento”.
El tipo de conocimiento que Spinoza denomina “razón” es aquel en que la mente humana sigue el orden del entendimiento. Mediante la razón se puede tener una idea adecuada de las cosas, puesto que el alma humana es determinada internamente a contemplar “muchas cosas a la vez, a entender sus concordancias, diferencias y oposiciones”[3]. Esta determinación interna del alma debe entenderse como “actividad del alma”, mediante la cual es causa libre de sus ideas y no un mero escenario en que las ideas de las afecciones se ponen de manifiesto aleatoriamente.
Esta cualidad de “internas” de las determinaciones del alma humana en la actividad racional, sin embargo, no significa que sea el mero individuo la sede de la razón, ya que su capacidad es muy limitada en comparación con lo que puede hacer en conjunto con otros individuos. La actividad racional se logra a través del uso de instrumentos intelectuales que, aunque son empleados por el individuo que está capacitado casi naturalmente para usarlos, no pueden adquirirse sino en la colaboración social. Se trata de los signos, particularmente el lenguaje hablado.
Para Marx y Engels, el trabajo y el uso del lenguaje tienen un lugar especial en la formación de la consciencia humana. Engels supone el origen histórico del lenguaje como sigue: “[…] el perfeccionamiento del trabajo contribuía a acercar más entre sí a los hombres de la sociedad, al multiplicar los casos de ayuda mutua, de acción en común, aclarando en cada uno la conciencia de la utilidad de esa colaboración. En suma, los hombres en formación llegaron al punto en que tenían algo que decirse[4]. Según él mismo menciona más adelante, el trabajo y el lenguaje son factores esenciales en la conformación de la mente propiamente humana: “Primero el trabajo; luego, y con él, la palabra: he ahí los dos principales estímulos bajo cuya influencia el cerebro de un mono ha ido pasando gradualmente a ser cerebro humano”[5].
En el trabajo y en el lenguaje se manifiestan la unidad o coincidencia de actos y deseos de grupos humanos, de lo cual resulta una forma de afección o experiencia que refuerza las potencialidades de la especie. Y es en esta experiencia esencialmente social donde se forma la consciencia humana. Es lo que origina, a su vez, la conveniencia de la sociedad como un medio útil a la existencia individual de sus miembros. El esfuerzo de cada uno por perseverar en su ser se ve reforzado por el esfuerzo de todos por mantener las instituciones sociales útiles para la vida en común.
La aprehensión simbólica de las cosas en derredor es lo que distingue la sensación animal de la humana, y lo que deriva dicha aprehensión simbólica es el lenguaje, la palabra. Esta es un instrumento intelectual que se va perfeccionando social e históricamente.
En el lenguaje convergen y se cristalizan los esfuerzos individuales de la especie en la representación de las cosas. Por esto, en cierto sentido, tiene de por sí un cierto carácter racional, es decir: mediante el lenguaje nos representamos las cosas ya no según el orden de nuestros afectos particulares, sino según el orden de una representación común, compartida. El significado de cada palabra entraña los puntos de vista diversos de los individuos de una comunidad lingüística.
La consciencia racional, en contraste con la imaginativa, corresponde con una percepción de las cosas y de uno mismo tamizada a través de una estructura discursiva que implica conceptos, juicios y razonamientos a partir de experiencias codificadas lingüísticamente. Se trata de la consciencia reflexiva, de la cual el ser humano es su único exponente.
El desarrollo de la consciencia racional a su vez transforma la naturaleza de las representaciones inmediatas, dejando su origen pasional: “Una pasión deja de ser pasión en cuanto nos formamos de ella una idea clara y distinta”[6].
Por lo anterior, si hemos de ver a la consciencia como una característica esencial de la persona, coincidiremos con que debe ser portadora necesariamente de la consciencia racional, lo cual a su vez implica que deba tener una naturaleza social. Esto concuerda con la definición clásica del ser humano como “animal social” o “animal racional”. La persona es el ente que, en virtud de su carácter racional y social, es capaz de transformar sus pasiones en acciones.
Pero, en esta acción de la persona subyace otra característica intrínseca a ella: la libertad. Spinoza define la libertad así: “Por libre entiendo cualquier cosa que es causa adecuada y determinante de sí misma”[7]. Veamos en detalle lo que significa esta libertad de la persona.

Libertad y enajenación.
El concepto spinoziano de libertad no puede ser aplicado a ninguna cosa finita en un sentido absoluto, puesto que toda cosa finita está determinada en mayor o menor medida por otras cosas, por su circunstancia. Si acaso podemos afirmar que una cosa tiene cierto grado de libertad directamente proporcional a su grado de autodeterminación. Y por ello, se puede decir que el género humano es el más libre en este sentido, el que ha conquistado esta libertad a la naturaleza. Y, además, dentro del género humano, la persona ha conquistado a su vez un lugar especial dentro de él, a través de su manera peculiar de manifestarse.
Pero, dado su carácter finito, la persona está también sujeta a los afectos inherentes a su circunstancia. Esta sometida a sus pasiones o afectos pasivos, donde no es ella misma determinante. Y de su propia actividad de autodeterminación, tanto en el orden cognitivo como en el de la conducta, depende el desarrollo de su consciencia y de su libertad. Por tanto, existe siempre al margen de la posibilidad del desarrollo de la libertad y la consciencia su contraparte: la esclavitud y la falsa consciencia, que son expresión de la enajenación humana.
Marx, en sus “Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, hace una descripción de esta enajenación humana, dividiéndola en tres tipos: 1) la enajenación del obrero en su producto, 2) la enajenación de la misma actividad productiva (del obrero con respecto a sí mismo) y 3) la enajenación del obrero respecto del género humano. Y aunque su análisis se refiere principalmente a la actividad económica del ser humano es válido para cualquier forma de actividad humana, de las que producen objetos o de las que producen valores o instituciones.
El primer modo de enajenación consiste en el hecho de que lo producido por el trabajador es la objetivación de su trabajo, de su vida, de su fuerza, y se vuelve algo independiente de su voluntad que lo afecta. Aunque es fruto de su trabajo, la mercancía producida es ajena al trabajador, extraña a su ser. Y esto implica también el hecho de que no le pertenezca. En palabras del propio Marx:

La enajenación del trabajador en su producto no significa solamente que su trabajo se traduce en un objeto, en una existencia externa, sino que ésta existe fuera de él, independientemente de él, como algo ajeno y que adquiere junto a él un poder propio y sustantivo; es decir, que la vida infundida por él al objeto se le enfrenta ahora como algo ajeno y hostil.[8]

Este proceso de enajenación en el producto de la actividad práctica del hombre parece fundarse en la doble naturaleza de las cosas y del mismo ser humano: su capacidad de afectar y ser afectado, de acción y de pasión. Según lo cual, puede decirse que el hombre es pasivo, o apasionado, mientras se enajena en su producto, mientras se deja dominar por él; y es activo o libre, mientras produzca sin volverse objeto de sus propios productos.
El segundo modo en que podemos ver la enajenación consiste en el extrañamiento en que cae el hombre con respecto de su propia actividad, es decir, sintiéndose separado de ella misma, ajeno a ella. Esta es la enajenación del hombre respecto de sí mismo:

¿En qué consiste, pues, la alienación del trabajo?-escribe Marx.
En primer lugar, en que el trabajo es algo exterior al trabajador, es decir, algo que no forma parte de su esencia; en que el trabajador, por tanto, no se afirma en su trabajo, sino que se niega en él, no se siente feliz, sino desgraciado, no desarrolla al trabajar sus libres energías físicas y espirituales, sino que, por el contrario, mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. El trabajador, por tanto, sólo se siente él mismo fuera de su trabajo, y en éste se encuentra fuera de sí. Cuando trabaja no es él mismo y sólo cuando no trabaja cobra su personalidad. Esto quiere decir que su trabajo no es voluntario, libre, sino obligado, trabajo forzoso. No constituye, por tanto, la satisfacción de una necesidad, sino simplemente un medio para satisfacer necesidades exteriores a él[9].

En la situación del obrero que vende su fuerza de trabajo para sobrevivir, su propio trabajo, su vida, no le pertenece porque no puede hacer un uso libre de ella. Su vida es un medio para el fin de seguir viviendo, de sobrevivir meramente. Esta situación, evaluada desde el punto de vista ético, constituye francamente una inmoralidad, puesto que se trata al ser humano, al obrero, como un medio y no como un fin en sí mismo. La autonomía o libertad del ser humano es negada en la enajenación del trabajo. En todo caso, Marx verá que el único fin que se impone es el del Capital, es decir, el de la riqueza producida por los trabajadores que adquiere una personalidad propia y domina al hombre, tanto al trabajador como al no trabajador; asimismo, se impone también esta forma enajenada del trabajo. El Capital, que es el producto enajenado del trabajo, se reproduce a sí mismo en la enajenación del trabajo, es decir, del trabajador con respecto a su propia actividad productiva.
El tercer modo de enajenación que Marx describe en los Manuscritos: el de la enajenación del individuo respecto del género humano. Para él, el hombre es un ser genérico “por cuanto se comporta hacia sí mismo como hacia el género viviente actual, por cuanto se comporta hacia sí como hacia un ser universal y, por tanto, libre”[10].

El animal –explica Marx- forma una unidad directa con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre, en cambio, hace de su actividad vital misma el objeto de su voluntad y de su consciencia. Despliega una actividad vital consciente. No es una determinabilidad con la que directamente se funda. La actividad vital consciente distingue al hombre de los animales. Y eso y solamente eso es precisamente lo que hace de él un ser genérico.[11]

Toda producción humana se distingue de toda “producción” animal por el acto de la consciencia. Pero este acto de la consciencia implica desde un principio la colaboración, es decir, ciertas relaciones sociales que potencian la producción humana. La invención del lenguaje, por ejemplo, no puede ser concebida sin pensar en una convención de sentido entre diversos individuos y, por tanto, ciertas relaciones entre ellos. Y esta posibilidad de un marco común de representación de la experiencia a través del lenguaje permite que los individuos disciernan entre sus representaciones particulares y las de ese marco común, pasando del “nosotros” al “yo”. Y no digo que del “yo” al “nosotros”, porque sólo puede inaugurarse el acceso a la distinción entre el ser genérico y el ser individual sobre la base de lo hecho en común, como he puesto por ejemplo al lenguaje. Pero, claro, además del lenguaje, está también la utilización social de herramientas, que con la organización del trabajo posibilita, aunque en menor medida que con el lenguaje, el desarrollo de la consciencia. Por esto dirá Marx que ha sido a través del trabajo organizado primero, y luego con el uso del lenguaje, que el hombre se ha hecho humano.
Podemos decir, entonces, que la enajenación del hombre en el producto de su trabajo y con respecto a su propio trabajo, que son esencialmente hechos sociales, en los que se expresa la esencia genérica del hombre, implican, pues, una enajenación del individuo respecto de la humanidad en general. Pero, además, en esta enajenación está implícita también la oposición entre los seres humanos, como explica Marx del siguiente modo:

[Cuando el hombre] se comporta hacia el producto de su trabajo, hacia su trabajo materializado, como hacia un objeto ajeno, hostil, dotado de poder e independiente de él, se comporta hacia ello como hacia algo de que es dueño otro hombre, un hombre ajeno a él, enemigo suyo, más poderoso, e independiente de él. Cuando se comporta hacia su propia actividad como hacia una actividad esclavizada, se comporta hacia ella como hacia una actividad puesta al servicio, bajo el señorío, la coacción y el yugo de otro hombre.[12]

De aquí resulta también que la propiedad privada es consecuencia de la enajenación del trabajo, y no tanto su causa. Marx compara esto con el hecho de que “los dioses, originariamente, no fueron la causa, sino el resultado del extravío de la inteligencia humana. Más tarde esta relación se trocará en interdependencia”. Y es que la creencia en los dioses es para Marx una forma de enajenación, en que el hombre proyecta sus poderes vitales en seres imaginarios, pero atribuyéndoles una realidad independiente del mismo hombre que los ha inventado. Aquí, no son esos dioses causa de sí mismos, sino la enajenación humana; igualmente, la propiedad privada, que es en cierto modo la sacralización del derecho de poseer, tiene su origen psicológico en la enajenación del trabajo humano.
Pero, por lo expuesto anteriormente, la enajenación también trae por consecuencia la oposición del hombre contra el hombre, es decir, su división en clases sociales. Cada clase social diferente de hombres tiene diferentes intereses, diferentes pasiones. Y en tanto los hombres vivan sometidos a sus pasiones no pueden concordar en naturaleza y establecer una sociedad verdaderamente justa. Por lo que las personas de una sociedad buscarán superar esas contradicciones sociales en pos de un bien colectivo a través de una lucha organizada, en la cual han de adquirir paralelamente una consciencia de su misión histórica como clase social. Las personas son los entes que, en virtud de su consciencia histórica, se organizan para transformar su circunstancia de dominación en pos de una justicia más plena.

La Dignidad.
Kant, en su “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, define la dignidad como “aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo”[13], y que por ello es algo no susceptible de intercambio, con un valor relativo, sino con un valor absoluto y único en su especie. Dicha condición expresada en la dignidad es la racionalidad. Por ella, la especie humana (y las personas, en particular) ha trascendido relativamente a la naturaleza trocándose en el centro, si no del universo, sí del mundo humano, de la historia y de la cultura que viven en un proceso constante de transformación de valores. La persona es la fuente de los valores creados.

Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto).[14]

Por esta condición de dignidad de las personas, Kant enuncia el último de sus imperativos como sigue: “Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”[15]. Lo cual manifiesta el respeto por la condición admirable del ser humano como criatura que ha trascendido la naturaleza; pero, a su vez, implica la indignación que produce ver que se trate a una persona como un medio, como una cosa que sólo posee un valor de cambio, un precio.
No obstante, esta dignidad de la persona no es algo que se halle en un ámbito determinista, como una esencia fija de la persona, sino que es algo que se cultiva, que se desarrolla en un largo proceso de humanización, individual e histórico. Por esto, hay que decir que constituye una entre otras de las posibilidades que la persona tiene al nacer. Pero es una potencialidad siempre latente, pues el carácter social de la persona la hace estar siempre abierta a la posibilidad del desarrollo de la racionalidad y de la autonomía. Por lo que la máxima de actuar frente a toda persona como si ella fuese un fin absoluto debe observarse aún frente a quienes no sean considerados autónomos o plenamente racionales.
Cabe aclarar que el valor “absoluto” que la dignidad otorga a la persona no debe llevarnos a pensar en una especie de derecho suyo a menospreciar (y violentar indiscriminadamente) al resto de las cosas que son parte de la naturaleza, vivas o incluso inanimadas. El género humano es y no puede dejar de ser parte de la naturaleza, por lo que también le debe un respeto. La verdadera racionalidad no puede soslayar este hecho indiscutible, y en su perspectiva de la persona debe comprender su valor en la conexión que guarda necesariamente con su entorno. Valorar a la persona es también valorar su circunstancia y no negarla. Así, resulta válido que la persona es el ente que es fuente potencial y efectiva de todos los valores, los cuales se impone a sí mismo.

Conclusiones.
Resumiendo lo dicho hasta aquí, la persona es sobre todo un ente creativo o transformador, consciente y libre, cuyo carácter se forja en un medio social. Pero como no sólo crea cosas distintas a ella, como bienes materiales, instituciones o valores, sino también a sí misma a través de ellos, ese mismo medio social en que se desarrolla es cambiante: la persona es parte esencial de eso que denominamos Historia.
Sin embargo, dependiendo del papel que juegue en dicha Historia, podemos hablar de buenas o malas noticias para la persona. Si es activa serán buenas, malas, si es pasiva. Se trata de un juego de fuerzas entre el mundo y las personas que lo han creado.
Ahora, ¿qué factores podrían impedir un desarrollo adecuado de la persona? Todos ellos tendrían que ver con la sujeción de ella, con impedirle que exprese sus capacidades creativas, manteniéndola en un convencionalismo mediocre. Tienen que ver con las instituciones sociales que promueven valores y conductas que no redundan en el desarrollo de sus personas integrantes. Particularmente, la educación que imposibilita el desarrollo de un pensamiento conceptual útil para interpretar y transformar circunstancias inadecuadas.









[1] II, Prop. 19.
[2] II, Prop. 23.
[3] II, Prop. 29, escolio.
[4] Marx, C.; Engels, F. ESCRITOS SOBRE LENGUAJE. RODOLFO ALONSO EDITOR. Buenos Aires. 1973. p. 19.
[5] op. cit., p. 21.
[6] V, Prop. 3.
[7] I, Def. 7.
[8] Marx, C. Escritos de juventud. FCE. México.1982. Trad. Wenceslao Roces. p. 596.

[9] Op. Cit., p. 598.
[10] Op. Cit., p. 599.
[11] Op. Cit., p. 600.
[12] Op. Cit., p. 602.
[13] Kant, M. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Porrúa. México. 1996. p. 48.
[14] Ídem, p. 44.
[15] Ídem, p. 45.